viernes, 19 de agosto de 2016

UNA MIRADA DISTINTA AL QUINTO ACUERDO DE LA HABANA


     Sin duda, uno de los mayores atractivos que presentan los resultados de los diálogos entre el gobierno de Colombia y las Farc, es la base sobre el que está cimentado su quinto acuerdo. Las víctimas. Al habitante promedio deberá sorprenderlo el hecho indiscutible de que la actual negociación entre las partes de la inveterada guerra colombiana dirigió sus reflectores hacia las víctimas, les dio el protagonismo que merecen y de esta manera no son esta vez mudas hormigas que andan al garete entre discursos tendenciosos que las atropellan como olas. “En reconocimiento de esta tragedia nacional, acordamos que el resarcimiento de las víctimas debería estar en el centro de cualquier acuerdo”. Bajo esa premisa fueron llevados a cabo los diálogos en La Habana.

     La idea corría el riesgo de que las víctimas quedaran en el centro de los acuerdos, pero enterradas en el fondo de ellos. Sin embargo, lo dado a conocer el 15 de octubre del 2015 fue como una ventana resplandeciente abierta en una buhardilla que permanecía húmeda y oscura. 

     En esta oportunidad las víctimas recibirían boca y oídos para, puesto en marcha el fin del conflicto, conocer la verdad, esclarecerla, reconfigurar su convivencia y obtener las garantías suficientes para la no repetición de hechos a razón del conflicto en el país. Mayor peso ganó entonces las 27 mil propuestas de víctimas y pobladores recogidas en Colombia y llevadas hasta la mesa de La Habana durante las negociaciones, y lo anunciado fue razón suficiente para considerar productivo el traslado a la isla de 60 víctimas que aportaron a la formulación del acuerdo publicado.

     Con todo, también es claro que un acuerdo de este tipo sirve de espejo en que se refleja y el país ve la justicia –el rostro– que llevará la paz, por lo que ha sido de este punto del que la mayor cantidad de reparos y comentarios, muchos de ellos equivocados o con otros intereses, han salido a lo largo del proceso de paz y que pululan en su tramo final. Impunidad, es el argumento y el caballo de batalla más usado por los contradictores del acuerdo. 

     Sin embargo, lo cierto es que a las opiniones sobre este asunto le han faltado verdades que expresadas de otro modo deslucen lo alcanzado en la mesa de diálogo. En realidad, la actitud que se percibe al notar la mirada dada por la mayoría de medios de comunicación y las personas expectantes de la terminación del conflicto, ha sido la de tomar el silencio de las balas como la pausa que antecede a un recuento de municiones y tropas para la posterior organización de las fuerzas oficiales. La paz que se busca en esos casos es lo más parecida posible a una victoria armada del Estado. 

     De ahí que para muchos el resultado que presenta el quinto acuerdo de La Habana sea insuficiente. Visto de ese modo, no les falta razón a quienes esto piensan. 

    Una segunda mirada muestra más bien que el logro que tiene el quinto acuerdo es precisamente priorizar la paz de la población colombiana por encima de los egos de las partes en contienda. Lo paradójico es que, para encontrar la anhelada paz, el fin requiere sacrificar incluso el ego de los involucrados. Por esta razón, para cumplir lo pactado, esta vez también las víctimas deben poner una cuota representada en perdón y reconciliación. Algunos, de manera distorsionada, entienden eso como menos cárcel y una buena parte de olvido. En todo caso, si en leyes como la 1448 la inversión de la carga de la prueba significó toda una revolución en el trato hacia las víctimas en el país, la paz en el actual caso, al ser un derecho que las excede y cubre a la totalidad de los habitantes del territorio nacional, reclama –pero también aclama– que se acepte y acate lo ordenado en materia de justicia. 

    Sólo a partir de entonces se consigue tener una clara visión de en qué consiste el llamado Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición, verdadero mecanismo estrella del actual proceso de paz.

    Si lo que se quiere es conocer la clave de su éxito (medible igualmente en lo erróneamente denigrado que es por algunos y lo vanamente exaltado que es por otros), lo que convierte a este sistema en lo que es, se debe ir directo a la llamada Jurisdicción Especial para la Paz, el laboratorio de paz en el que se espera sea producida la justicia que restablezca la salud a Colombia, enferma desde los albores del siglo XX. 

    La fórmula que se pensó para esta justicia consta de dos rutas: la de delitos no amnistiables y la de los que sí lo son. Ambas rutas beberán de la Sala de Reconocimiento, de donde proviene la más precisa respuesta que debe salirle al paso a la crítica hecha con el argumento de la impunidad. En efecto, ante ella no debe esgrimirse solo la aplicación de justicia, sino también el reconocimiento de la verdad. 

    Ninguna de las partes en armas, de ningún conflicto resuelto de manera dialogada, se abría sentado nunca a negociar de estar dispuesta a perder todo lo que garantiza salvar el pellejo y mantiene abierta la puerta de regresar a la vida en comunidad. Del mismo modo, quienes ven con malos ojos los diálogos olvidan que nadie es tan ingenuo para no salirse con algo de la suya a la hora de renunciar a la violencia a través de un proceso y no a raíz de una derrota militar definitiva. Así las cosas, la verdadera impunidad de los acuerdos de La Habana denunciada por algunos estaría en realidad en su fracaso, no en su aplicación. 

    El cumplimiento de las llamadas “restricción efectiva de la libertad” (que oscila de cinco a ocho años) y “pena privativa de la libertad en condiciones carcelarias ordinarias” (que va desde los cinco años para quienes reconocen su responsabilidad y contribuyen al Sistema, hasta los 20 años para quienes no reconozcan culpa alguna), contempladas en la Jurisdicción Especial para la Paz, constituye satisfacer por un lado el infaltable “toma o déjalo” recíproco con que se participa en procesos como este. Por otro lado, a expensas del pasado y en aras del futuro, representa sentar un precedente para que en adelante el conflicto sea un hecho superado y la construcción de la paz se convierta en la ganancia general recibida por el sacrificio impuesto a los intereses de cada uno y de los grupos sociales que integran la nación. Unas por otras, diría quien quisiera simplificar el asunto. Paz en lugar de guerra –nada más y menos–, sostendría en cambio quien dimensiona la importancia de la paz como un requisito para la viabilidad de las sociedades. 

     La efectividad, seriedad y rectitud con que funcione el Tribunal para la Paz, en caso de ser aprobados mediante plebiscito los acuerdos de La Habana, deberán acallar casi que de manera natural las críticas que hasta el momento muchos sectores y personas han dado por ciertas o absolutas. 

   Cabe en momentos como este tener en consideración caminos vislumbrados por quienes, pese a todo, aún alientan el pensamiento y la reflexión en el país, entre ellos el escritor William Ospina. Desde 1996, con su texto “¿Dónde está la franja amarilla?”, este autor enunció la vía alterna por la cual la sociedad colombiana podría continuar marchando de pie y con orgullo, y no de rodillas como hasta ahora, víctima del temor o la vergüenza que aquí han imperado durante décadas. No en balde esa obra es el ensayo más leído y consultado de la literatura colombiana. Y si no es para iluminar tiempos como los que se viven, de nada sirve el arte y lo que llamamos sus clásicos. 

     ¿Será capaz el país de dar el salto a esa nueva vía espléndida que se le ofrece? Para verse bajo una nueva luz, ¿renunciará por fin al daltonismo con que hasta el día de hoy ha disimulado su ceguera?

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